12.10.05

[La infinita alegría de yirear sin rumbo]

Hace muchos años, la figura del poeta era lo más cercano al pueblo (culturalmente hablando). El poeta escribía para el grueso de la población y ésta estaba al tanto de la constante producción de su poeta predilecto, tanto, que los poemas se memorizaban y eran declamados a la menor provocación. Después, en general, los poetas se engolosinaron y empezaron a escribir unas cosas verdaderamente inteligibles para las masas y, en gran medida (aunque también por otros factores), fue por esto que perdieron público, lectores y declamadores. En esa embriaguez siguen muchos y es por eso que cada vez hay menos lectores de poesía.

Para contrarrestar lo anterior, el poeta argentino Washington Cucurto (quien nació en Buenos Aires, Argentina, en 1973 llamándose Santiago Vega) ha ido a los temas que le interesan a ese grueso de la población. Para decirlo sencillamente, la montaña ha ido a Mahoma. En Hatuchay (El billar de Lucrecia, 2005), el poemario más reciente del bonaerense, poetiza todo eso que es propio de la cultura popular, de los bajos fondos y de los barrios marginales. Sobre esto último, Sergio Valero, el prologuista, dice que Hatuchay es “un libro de barrio bajo y versos altos, muy altos”. Y desde luego, tiene razón.

Ya en 1997, Cucurto había publicado su primer libro de poemas Zelarayán en donde describía la violación de una púber mujer de ojos rasgados; eso le consiguió que el Ministerio de Educación de la provincia de Santa Fé quemara su libro frente a la biblioteca local y lo declarara persona non grata al llamarlo “denigrante, xenófobo y pornográfico”. Recientemente ha alcanzado fama continental al ser uno de los principales promotores de la muy popular editorial Eloísa cartonera.

Cucurto vive en el barrio Once de Septiembre, el barrio marginal de Buenos Aires, como los hay en todas las capitales latinoamericanas, anunciadoras del fin del mundo: Sao Paolo, Santiago, Lima, Bogotá, Caracas, La Habana y la Ciudad de México. Es gracias a ese barrio que Cucurto, según me cuentan, no escucha otro género musical que no sea la cumbia. Dice Cucurto en “Un día tus hijos te preguntarán por él”, el poema con que abre Hatuchay:

Los Ídolos mueren, los multimillonarios mueren,
los patrones mueren, pero los puestos callejeros
del Once no morirán nunca.

Sólo así, también, se entiende que los personajes que desfilan por las páginas de Hatuchay sean los posters de Ricky Martin, José Feliciano, Enrique Iglesias, Rodrigo, Los Lamas, Sombras, pegados en la pared del cuarto; una migrante ucraniana cuyo laburo es volantear en la calle; los ya referidos puestos callejeros del Once; uruaguayitos, limeñas, brasileñas con olor a perfume barato y toda esa “fauna onceava” a la que, evidentemente, Cucurto dedica sus versos. Y para seguir, o sólo para iniciar, con “la infinita alegría de yirear sin rumbo”, Cucurto cierra Hatuchay con un poema en verdad excepcional: “Bautismo de Baltazar Vega”:

Mi padre se portó peste en el bautismo de mi hijo Baltazar.
Se fue de raya, se fue pal’carajo.
Hasta acá llegaron sus andanzas, mismito le bajo el pulgar
y lo fleteo pal’ lado de los kinotos.
Hasta esta tarde llegaron sus 85 años de bardos e incendios,
peleas y borracheras, atracos y corridas.
Mi padre es lo peor.
40 años, 40 tristes años tengo yo, y desde que nací que lo vengo soportando y el buen señor no paró ni un minuto.
40 tristes años tapándole borracheras, deudas, peleítas en la calle.
Hace una semana lo echaron del Hospital por tocar a una enfermera.
Esto mi madre no lo sabe.
“Sonrían que esto es una fiesta y no un matadero”,
les dijo el cura a las 20 familias bautismales.

Este poema continúa y su tono sube hasta grados que recuerdan a los más altos poemas de la lengua española.

Si Cucurto ya se ha acercado al barrio, ahora es justo que todos vayamos a sus poemas y leamos Hatuchay.

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